Siempre has tenido buena suerte. Desde niño te hiciste fama, aunque la ganaste a base de travesuras y una que otra tontería. A pesar de esa carita de que no rompías un plato…¿lo recuerdas?, claro que lo recuerdas.
Recuerda también que de niño jugabas mucho con tu primo Jando, tenía tu edad. El punto de encuentro era la casa de la abuela porque vivías a menos de diez minutos, por eso tus padres te llevaban dos o tres veces por semana. Siempre insististe en ir sólo pero nunca te dejaban debido al tráfico vehicular, particularmente el de la avenida Victoria.
Una ocasión tu padre se compró una bicicleta, ¿lo recuerdas?, de verdad te gustaba aunque fuera algo grande para que tú la usaras. A veces la sacabas a la calle y te paseabas por los alrededores de tu casa. Como el tubo del asiento estaba alto, para subirte debías apoyarte en alguna banqueta, para bajar debías estirar las piernas al máximo para alcanzar el suelo de puntitas y no poner en riesgo los genitales con el tubo superior…
¿Recuerdas que una tarde te aburriste de pasear en bicicleta?, o mejor dicho, te aburriste de pasearte en tu barrio. Entonces llevaste a cabo la idea que hacía tiempo te daba vueltas en la cabeza. Te detuviste y hablaste a los niños con quienes paseabas: “¡Vamos con mi abuela!”. Como tus amigos tenían entre 8 y 10 años la idea resultaba peligrosa, pero divertida. Del montón de chiquillos que jugaban solo dos quisieron seguirte, los demás también querían, pero los detuvo el miedo al castigo o a unas buenas nalgadas si sus madres se enteraban.
Los amigos y tú salieron a toda velocidad en las bicicletas. Como las llantas de la tuya, o mejor dicho la de tu papá, eran más grandes, les sacabas varios metros de ventaja. Cada esquina debías dar vueltas para esperarlos mientras ellos batallaban con sus rueditas. Conforme se acercaban a la avenida transitada la duda se fue apoderando de ti…una cuadra antes sentiste mucho miedo por el cruce obligado y te detuviste. Estuviste a punto de rajarte, pero tus amigos te alcanzaron sudorosos y motivados; fue así que, movido no por valentía sino por miedo a la decepción, o a la burla, apresuraste el pedaleo y te lanzaste al frente a cumplir lo que entonces te pareció una osadía aunque hoy sabemos que fue una grandísima tontería.
Faltando pocos metros para la esquina frenaste de nuevo. Vacilaste un instante, pero sin mirar atrás. Luego te acordaste otra vez que la carrilla estaría dura si no cruzabas la avenida; enseguida te paraste en los pedales y levantaste el trasero del asiento para tomar más velocidad. Pedaleaste con fuerza. El viento zumbaba en tus oídos. Cruzaste con la vista puesta al frente, sin vigilar el paso de los carros. ¡Santo Dios! aún se me eriza la piel tal como a tí aquel día…
Ya del otro lado de la calle y tras el sonido de un claxon recordándote a tu madre, tu corazón latía velozmente. Tus amigos no cruzaron, se quedaron viendo desde el otro lado con los ojos bien abiertos. Los invitaste a seguirte, pero ellos, inteligentemente, no se atrevieron. Como ya estabas cerca de la abuela no hiciste más por convencerlos, solo los miraste resignado y aguantando el miedo a seguir sin su compañía mientras ellos se regresaban. Luego pedaleaste hacia tu destino sólo y muy despacio. Seguramente querías pasarte el susto y dejar que tu corazón se tranquilizara.
Llegaste a casa de tu abuela repuesto y divertido. Habrás inventado cualquier mentira para no tener que explicar cómo fue que llegaste solo hasta su casa. Luego pediste llamar por teléfono a casa de tu primo para que viniera. Jugaron juntos varias horas hasta que la noche cayó. Alguno de tus tíos tuvo que acompañarte de regreso hasta tu casa.
Tu mamá te recibió enojada, aunque sin saber el detalle del cruce de la avenida. Eso sí, te dejó el trasero dolorido de una buena tunda y castigado sin salir a la calle durante varios días.