Vivimos en una época que exige resultados inmediatos. En educación en particular y la cultura en general, esa exigencia suele traducirse en productos rápidos, evidencias visibles, logros que puedan mostrarse pronto, aunque no siempre tengan raíces profundas.
Esta reflexión pasó por mi mente toda esta semana, debido a ciertas situaciones que observé a mi alrededor. De hecho el miércoles pasado, durante una charla en radio Aztlán, durante el programa literario «Al tiro con las letras», a donde tuve el honor de ser invitado, me descubrí diciendo algo que surgió de mí al calor de dicha charla, sin tenerlo planeado: que pensar por escrito, hacerlo con calma, permite reflexiones con más sentido y más profundidad. Lo dije casi al paso, pero al volver sobre mis palabras entendí que ahí había algo que me acompaña desde hace tiempo.
No se trata de negar la importancia de los resultados, ni de idealizar procesos eternos. Se trata de reconocer que hay aprendizajes y prácticas que no florecen bajo presión, que necesitan tiempo, ensayo, error, acompañamiento y, sobre todo, continuidad.
En educación solemos pedir transformaciones profundas… pero con calendarios apretados. Queremos lectores, escritores, docentes reflexivos, comunidades de aprendizaje sólidas, y al mismo tiempo exigimos que eso se note pronto, que se mida pronto, que se entregue para ayer (como suele decirse entre verdad y broma). Pero ojo, que ahí aparece una tensión que no siempre nos detenemos a nombrar.
Lo he visto en el aula, en la formación docente, en el trabajo con comunidades escolares y también en la escritura. Y es que, dicho con los pies en la tierra, nada de lo que realmente vale la pena ocurre de inmediato. En mi caso, ni el gusto por escribir, ni el esfuerzo por encaminar proyectos de lectura, ni los esfuerzos por construir comunidades profesionales, es decir, nada de eso surgió como respuesta a una consigna urgente. Todo eso fue tomando forma con el tiempo, a partir de decisiones sostenidas, a lo largo de varios años, nada de velocidad espectacular.
Cuando hablamos de lectura y escritura, por ejemplo, solemos buscar recetas rápidas: actividades “que funcionen”, estrategias replicables, fórmulas que garanticen resultados. Sin embargo, una y otra vez confirmo que el verdadero detonador es otro: la elección. Lo comenté junto a Jorge López, el anfitrión del programa de radio: elegir leer, elegir escribir. Elegir quedarse un poco más en el proceso, incluso cuando no hay aplausos inmediatos.
Algo similar ocurre con los libros en la escuela. Donde también coincido en que durante años se les ha colocado en un lugar casi ceremonial o, en el extremo opuesto, se les deja olvidados como un objeto más del aula. Sacarlos de ahí, llevarlos a las manos, a la conversación, a la experiencia cotidiana, implica tiempo, disposición y confianza en que el efecto no será instantáneo, pero sí profundo.
Trabajar a largo plazo hoy parece un acto de resistencia. Apostar por procesos, por comunidades, por proyectos que se ajustan, se revisan y se sostienen, va a contracorriente de la lógica de la inmediatez. Sin embargo, sigo creyendo que lo verdaderamente formativo no se acelera sin perder algo en el camino. Es una lucha que incluso tengo en contra de mí mismo, dada mi personalidad hiperactiva.
Tal vez el reto no sea producir más rápido, sino atrevernos a defender el tiempo: el tiempo para leer sin prisa, para escribir con sentido, para formar docentes y estudiantes que no solo cumplan, sino que comprendan lo que hacen.
Y sé bien que pensar esto y decirlo o escribierlo no resuelve las tensiones del sistema educativo. Pero al menos nos permite nombrarlas, y desde ahí, decidir cómo queremos continuar nuestro camino.
