Y me hice maestro: recuerdos de Los Sabinos (Parte 2: Vida cotidiana y despedida)

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Los meses siguientes en Los Sabinos fueron de aprendizaje, no solo para mis alumnos, sino para mí. El pueblo, la escuela y la sierra me enseñaron un ritmo nuevo: uno en el que los días no se miden por horas transcurridas, sino por susurros del viento, satisfacción y cansancio.

Rutinas que se vuelven escuela

Al principio trabajaba con los dieciséis alumnos de primero a sexto al mismo tiempo, pero sin tener una formación específica para el trabajo en la modalidad multigrado, pronto entendí que debía hacer algo diferente si quería que aprendieran de verdad. Después de meditarlo en soledad, lo que hice fue pedir permiso a los padres para trabajar con los alumnos de primero, segundo y sexto grado de 7 a 10 AM. La razón era que los más pequeños necesitaban reforzar el acceso a la lectoescritura, y los que estaban a punto de irse a la telesecundaria también. Después teníamos un recreo compartido con todos los alumnos de 10 a 10.30 AM, donde yo organizaba juegos matemáticos que tomaba de libros y ficheros. Después me quedaba solamente con los alumnos de tercero, cuarto y quinto grado hasta la 1.30 PM y me iba a comer. La mayoría de ocasiones me invitaba algún alumno o alumna, y hasta disputaban para llevarme a su casa a comer frijoles, queso, chiles, tortillas recién hechas y huevo, que a mí me sabían a auténticos manjares.

Por la tarde regresaba a trabajar algunas horas, pero solamente con los alumnos que requerían más atención. Al salir de la escuela dejaba mis materiales en la casa del maestro y enseguida me iba a la cancha deportiva, lugar de encuentro de jóvenes y adultos. Jugábamos fútbol hasta que caía la noche y quedábamos agotados.

La noche y sus pequeñas batallas

Volvía a la casa del maestro caminando bajo la luz de la luna, o de mi linterna, hasta la casa del maestro, para platicar otro rato con el compañero de telesecundaria y con algunos señores. Por cierto que siempre nos preparábamos con una caja de cerillos y un pomo de alcohol para quemar a las tarántulas que con frecuencia aparecían, así se les podían comer las gallinas sin peligro. Otras veces encendíamos una radio de pilas que sintonizaba estaciones de varios estados y lo escuchábamos hasta que los bostezos aparecían y llegaba la hora de dormir, no sin antes bañarme bajo el resguardo de la oscuridad y de disfrutar de una taza de café y galletas.

Durante los meses que estuve trabajando en la sierra viví experiencias que me hicieron madurar como persona y como profesional. Muchas de ellas son tan especiales que en sí se han convertido en anécdotas que constantemente cuento a los alumnos normalistas. Cuando perseguí a un niño que le quería pegar a otro hasta su casa y su papá me dio una varita para que les pegara a los dos, pero no me atreví a hacerlo. O cuando estaba sentado fuera de la casa del maestro en la noche y un pajarito cayó de su nido y una serpiente lo atrapó. O aquella vez que el maestro de telesecundaria hacía ruido a media noche tratando de matar chinacates que entraban en la casa y yo me molestaba hasta que supe que así se les llamaba en esa zona a los murciélagos; las serpientes que maté, los alacranes que mis alumnos mataban, mi escolta integrada por alumnos de varios grados y los otros ocho niños y yo haciendo los honores. Mis interminables caminatas por la sierra para conocer otros pueblos… los ladridos y aullidos de los coyotes. En fin, experiencias que me hacen suspirar y sonreír..

Y, entre todo eso, la escuela seguía su marcha: honores con escolta hecha de alumnos de varios grados, caminatas por la sierra en las que el viento parecía explicar mejor que cualquier libro cómo se forman los ríos, y el coro inconfundible de los coyotes recordándonos que la noche también es maestra.

Aprender a mirar como maestro

En Los Sabinos entendí que enseñar es, antes que nada, mirar. Mirar no solo lo que se aprende o lo que queda pendiente, sino también mirar el hambre y la risa, la timidez y la valentía, el cansancio que traen algunos desde casa y el brillo en los ojos cuando una palabra por fin se descifra. Mirar el esfuerzo de la comunidad para sostener la escuela: las tortillas compartidas, las manos que barren o reparan muebles, el respeto que se construye al paso.

También aprendí a escuchar: los silencios de un niño que no sabe por dónde empezar, los murmullos de las madres en las reuiniones, la falta de papel para escribir, las discusiones amistosas en la cancha, la solicitud de un padre analfabeta para escribir una carta y, especialmente, el orgullo por lo propio. La sierra me enseñó que el oficio del maestro ocurre dentro y fuera del aula…

La despedida

El día en que me despedí, varios alumnos y habitantes del lugar me acompañaron hasta la orilla del río. Antes de abordar la lancha, hicieron que me sintiera especial: esos gestos que parecen pequeños —un abrazo, una bolsa con tortillas, un “gracias, profe”— pesan más que cualquier reconocimiento.

En el camino hacia la playita encontré otra herradura, oxidada. La levanté y la guardé junto a la que me había recibido el primer día. Desde entonces las guardo como un tesoro, pruebas irrefutables de que mi estancia en aquel pueblo serrano no fue un sueño, sino el lugar donde mi vocación se volvió certeza.


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