Hace algunos años tuve la oportunidad de vivir una de las experiencias más intensas de mi vida profesional: mi primer nombramiento como maestro en una escuela primaria, una multigrado en el municipio de Del Nayar . Este texto, dividido en dos partes y escrito desde la memoria y el afecto, recupera aquel inicio que marcó para siempre mi vocación.
La llegada
Serían las nueve de la mañana cuando la lancha apagó el motor por última vez: habíamos llegado. Comencé a bajar mi equipaje, que consistía tan solo en un catre, una maleta y un galón con agua purificada que llevaba conmigo como si fuera a durarme hasta la próxima vez que regresara a la ciudad.
Al acomodar mis cosas en tierra, pisé mal y el galón cayó al río. En mi desesperación por rescatarlo me mojé un zapato, pero la corriente me ganó y se lo llevó. El lanchero me miró con una risita y, como si me conociera de siempre, se atrevió a burlarse gritándome que en la sierra también había agua para beber. Sonreí, pero por dentro sentí algo de coraje.
Me alejé unos pasos hasta la sombra de un árbol, todavía refunfuñando por lo del galón, cuando me encontré una herradura que me devolvió el buen ánimo. La guardé como quien encuentra una señal de suerte.
Mientras esperaba a que llegaran por mí, me dediqué a admirar el paisaje: montañas imponentes y verdes separadas por un río de unos sesenta metros de ancho, arbustos en abundancia, árboles que más tarde supe que se llamaban palo de Brasil, y un sorprendente puente de unos veinte metros de altura, que alguna vez tuvo una columna en medio, derribada por la fuerza del río, dejándolo como un improvisado puente colgante.
Me sentí aliviado de no tener que cruzarlo, al menos esa vez.
El encuentro
A lo lejos aparecieron dos niños jalando un burro. Supe que venían por mí.
De inmediato caminé a su encuentro y me presenté. Con gran habilidad ataron mis cosas al animal y todavía dejaron espacio para que yo lo montara. Lo intenté, pero solo aguanté unos cien metros: el burro estaba flaco y era demasiado incómodo.
Seguimos a pie unos quince minutos más hasta que apareció la primera casa.
Era humilde, con un cuarto de cinco por ocho metros y dos techados contiguos: uno para la hornilla y otro para la leña. Pero lo que más llamaba la atención era su amplio corral, rodeado de alambre de púas y repleto de gallinas.
Después supe que esas y otras viviendas eran recientes, porque metros más adelante se encontraba un letrero de lámina oxidada con el logotipo de la Comisión Federal de Electricidad. Decía:
Reubicación del poblado Los Sabinos, municipio de Nayar, Nayarit. Población actual: 120 habitantes. Infraestructura y servicios: 15 viviendas, escuela primaria, casa del maestro, iglesia, casa del pueblo, tienda rural, dispensario médico, suministro de agua, letrinas sanitarias y cancha deportiva. Junio de 1991.
Así comencé a conocer la historia de Los Sabinos.
Un pueblo que el gobierno federal había reubicado, trasladando a sus habitantes —con todo y sus muertos sacados del panteón— desde la parte baja de la sierra hasta una más alta, debido a la construcción de la presa hidroeléctrica Aguamilpa.
Qué ironía: los movieron para generar energía eléctrica, pero ellos no contaban con ese servicio.
La casa del maestro
Al pasar por el pueblo, el juez auxiliar y algunos vecinos salieron a saludarme.
Eran tan amables y serviciales que me hicieron sentir como un salvador. Agradecían que estuviera con ellos y ofrecían su ayuda para lo que necesitara.
El juez me acompañó hasta la casa del maestro, advirtiéndome que tendría que compartirla con el compañero de telesecundaria cuando llegara. Era una pequeña construcción de tres cuartos, que alguna vez funcionó como central de comunicación para los trabajadores de la presa; aún conservaba una antena de unos doce metros de altura a un costado.
Por lo demás, el lugar era sencillo, sin más mueble que un viejo escritorio. Uno de los cuartos tenía una malla colgante, así que lo elegí para dormir ahí: me serviría como protección ante alacranes y arañas.
Empecé a limpiar cuando llegó el maestro de telesecundaria con su catre y equipaje. Terminamos el aseo entre los dos y luego recorrimos el pueblo.
Ese primer día fuimos invitados a comer por varias familias, pero decidimos dar prioridad al juez, que además nos explicaría los detalles prácticos: quién nos brindaría las tortillas, cómo se organizaría la limpieza de las escuelas —la telesecundaria para él y la primaria para mí—, y otros acuerdos comunitarios.
Esa primera noche
Recuerdo que esa noche no conseguí dormir más de tres o cuatro horas.
No fue por miedo a los caimanes del río ni por la víbora que habíamos matado en el corral, sino por una razón más poderosa: la emoción.
Por fin tenía mi primer trabajo como maestro de educación primaria.
Atrás quedaban más de un año de espera, los intentos en otros estados, los empleos ajenos a mi vocación: escritor para una revista, aplicador de exámenes, jardinero.
Esa noche derramé unas lágrimas de felicidad bajo la complicidad de la oscuridad, entre aullidos de coyote y el mugir de las vacas.











1 comentario en “Y me hice maestro, recuerdos de Los Sabinos (Parte 1: La llegada y el primer día)”
Que bonito inicio de una gran historia de vida Servando, llega cuando se cuenta con el corazón en la mano, esperamos la continuación.