Botellas de agua destinadas a ayudar…

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El viaje de Guadalajara a Tepic parecía rutinario. Veníamos mi esposa, mis hijas y yo por la autopista, cuando de pronto una grieta del asfalto me jugó una mala pasada: sentí que una llanta trasera comenzó a perder aire.

Me detuve a revisar, cerca de una llantera, pero para mi sorpresa no vi nada extraño. Decidí seguir unos kilómetros más, hasta que el coche, entonces sí, comenzó a recargarse de un lado. No hubo remedio: había que cambiar la llanta.

Saqué el gato y la cruceta bajo el sol ardiente del mediodía, cuando de pronto apareció un hombre en bicicleta. Tendría más de setenta años, la piel curtida y el rostro marcado por el esfuerzo. Se detuvo frente a mí y con voz entrecortada me pidió un poco de agua.

Lo miré sorprendido. Apenas unas horas antes, antes de salir de Guadalajara, había comprado —sin razón aparente— una cartera completa de botellas de agua. Algo que no suelo hacer, algo a lo que normalmente me niego. Pero esa mañana lo había hecho. Le entregué una botella. La abrió con manos temblorosas y al darle el primer trago casi se desploma. Se recostó en el suelo y respiró con dificultad.

Mi hija mayor, asustada, me miraba como preguntándome si ese hombre iba a estar bien. Con calma, él mismo tomó su teléfono y llamó a su hijo para avisarle de la situación (intentaba llegar por primera vez al municipio de Tequila).

Él continúo haciendo llamadas mientras terminé de cambiar la llanta… Al final lo vi mucho mejor. Aún así, le ofrecí esconder su bicicleta entre los arbustos (porque mi carro es pequeño), y llevarlo a hasta el próximo poblado, pero con un gesto agradecido me aseguró que ya se sentía mejor. Antes de irnos, le dejé una segunda botella de agua.

Nos despedimos, pero el pensamiento me acompañó todo el camino: ¿qué probabilidades había de que en ese mismo punto se unieran su necesidad y mi decisión inusual de comprar agua? Quizá fue casualidad, quizá fue destino, quizá —como dicen algunos— fue la mano de Dios que acomoda los hechos de manera misteriosa.

Lo cierto es que por ese suceso confirmé que a veces un imprevisto no llega para complicarnos la vida, sino para colocarnos justo donde alguien necesita nuestra ayuda.


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