Crónica de un agosto inesperado (Parte II)

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Al llegar al aeropuerto Benito Juárez me di cuenta que tenía varias llamadas perdidas: ya me esperaban. Sin mayores rodeos me llevaron directo a las instalaciones de la SEP, en la calle Argentina número 28, en pleno corazón del Centro Histórico. Yo, que apenas la tarde anterior había estado en la alberca del hotel jugando con mi hija, de pronto entraba a uno de esos edificios que tantas veces había visto en los libros de historia.

Primero pasé con el secretario particular de la titular de la SEP. Me ofrecieron una comida ligera en un enorme salón. Apenas probé bocado. La expectativa del momento era demasiado grande. Poco después nos reunimos con la secretaria Leticia Ramírez Amaya (otras dos docentes y yo) para presentar la idea central de nuestra participación.

La conferencia de prensa se llevó a cabo en el Salón de la Tesorería. En la mesa principal estábamos la secretaria de Educación, la doctora Rosa María Torres, rectora de la UPN, las dos maestras de grupo —Rosario Escobar, de Guadalajara; y Edith Rodríguez, de la Ciudad de México— y yo, desde Nayarit. Frente a nosotros decenas de periodistas.

Aquel instante lo recuerdo como una especie de “clean the mechanism” personal. Adrenalina al máximo, pero no en descontrol, sino en una concentración absoluta. Cada detalle se grababa en mi memoria: la proximidad de quienes estaban a mi lado, los movimientos de las cámaras, las transiciones de los camarógrafos, las expresiones, incluso los gestos fugaces de los periodistas. Todo me resultaba nítido, como si el tiempo hubiese reducido su velocidad.

Me tocó hablar entre las dos docentes, y mientras exponía, sabía que no solo defendíamos un proyecto, sino la legitimidad del trabajo de miles de maestros y maestras en todo el país. Era nuestra propia voz la que hablaba de nuestro trabajo en la elaboración de los Libros de Texto. También hubo intercambio de preguntas y respuestas con los periodistas, algunos de los cuales no conocía, pero a quienes ya había leído antes en la notas de corte educativo.

Al terminar la conferencia, las compañeras maestras y yo recorrimos algunas áreas de Palacio Nacional. A la salida entregué mis datos a dos periodistas que se acercaron para agendar un encuentro en una ocasión posterior. Después nos trasladaron nuevamente a la SEP, al mismo edificio donde alguna vez despacharon José Vasconcelos o Jaime Torres Bodet. Ahí recibimos un recorrido que fue, en sí mismo, una lección de historia del arte y de la educación mexicana: relieves, patios, auditorios y murales de gigantes como Siqueiros y Rivera acompañaban nuestro paso.

Cuando finalmente me llevaron al hotel cercano, el cuerpo acusaba el cansancio, pero la mente seguía en ebullición. Intenté cenar, no pude. Me tendí en la cama con las luces apagadas y permanecí con la mirada fija en el techo, repasando una y otra vez lo ocurrido. No era la solemnidad del recinto ni la magnitud del evento lo que más me inquietaba, sino la certeza íntima de haber hecho lo correcto: dar testimonio de que la escuela mexicana, con todas sus dificultades, sigue siendo un proyecto vivo, con sus aciertos y áreas de oportunidad, pero construido día a día por sus propios maestros.

Hoy, dos años después, las olas de la tormenta han pasado, pero todavía lo recuerdo con nitidez. No fue solo una conferencia de prensa ni una invitación inesperada: fue el momento en que confirmé que, incluso rapado, cargando el cansancio de todo un ciclo escolar, la voz de un maestro puede ser requerida cuando menos se espera.


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