En agosto de 2023 yo solo quería descansar. Había terminado un ciclo escolar extenuante: de un lado, mi labor como Asesor Técnico Pedagógico en lenguaje oral y escrito; del otro, mis clases en el IEENN. Ambos frentes me habían dejado con esa mezcla de satisfacción y agotamiento que solo entiende quien vive al ritmo del calendario escolar. Así que cuando llegamos con mi familia a un pequeño hotel en Puerto Vallarta, lo único que buscaba era silencio, agua fresca y la compañía de mi hija, que entonces tenía apenas cuatro años.
Las mañanas transcurrían sin prisa, entre chapoteos en la alberca y los juegos improvisados que mi esposa y mi hija inventaban. Por las tardes, el ritual era recostarme en la cama, poner una película cualquiera y dejar que la mente se fuera por un rato. Incluso me había dado el lujo de un gesto radical: raparme. Creí que todo ese mes estaría dedicado a descansar, lejos de salones, aulas y reuniones. La imagen en el espejo me recordaba que, al menos por unos días, me permitía no pensar en formalidades.
Trataba de mantenerme al margen de las noticias, aunque no del todo: había un tema que me resultaba imposible ignorar. Ese verano se avecinaba la publicación de los nuevos Libros de Texto Gratuitos, los mismos que entrarían en uso a partir del ciclo escolar 2023-2024. Yo había colaborado en uno de esos proyectos y la sola idea de que pronto circularían en manos de maestros y alumnos me provocaba una mezcla de orgullo y ansiedad. Encendía la televisión y veía cómo se agitaba una campaña feroz de desinformación: acusaciones de ideología, sesgos, adoctrinamiento. Cada noticiero repetía las consignas con distinta voz, pero con el mismo tono alarmista. Y yo, a pesar de la calma aparente de mis días de vacaciones, no podía evitar preguntarme en qué terminaría todo aquello.
Fue justo el último día de descanso cuando sonó el teléfono. La llamada provenía de la Ciudad de México. La invitación era tan clara como inesperada: participar en una serie de conferencias en el Salón de la Tesorería de Palacio Nacional, a lado de la Secretaria de Educación Pública. Yo tendría que presentar la estructura y los rasgos principales del proyecto en el que había trabajado, explicar que los propios docentes mexicanos habíamos estado detrás de los materiales y, sobre todo, responder a las críticas que en esos días inundaban los medios.
Acepté sin pensarlo demasiado. Me emocionaba la posibilidad de hablar en un recinto que desde niño me había fascinado. Lo conocí primero en las páginas de mis propios libros de texto, en una ilustración que mostraba su arquitectura solemne. Años después lo vi de cerca en el Centro Histórico de la capital, y la impresión fue la misma: un lugar cargado de historia. Ahora se me abría la puerta para estar dentro, y además con una tarea nada sencilla.
Esa misma tarde organizamos el regreso a Tepic. Al amanecer siguiente tomé camino: primero a la central de camiones, después al aeropuerto de Guadalajara y, de ahí, el vuelo hacia la Ciudad de México. Durante el trayecto, entre maletas y esperas, abrí la computadora y comencé a preparar unas diapositivas. Imaginaba posibles preguntas, trazaba mentalmente las ideas centrales de lo que diría. El descanso había terminado: estaba a punto de enfrentar una experiencia que marcaría un antes y un después en mi vida profesional… y lo haría, además, con la cabeza rapada.
